Adentro de una cajita, con las orejas aún pequeñas, mirada
perdida, cruzando la calle en brazos de un hombre… llegando a mí. La elegí sin
conocerla. El solo aviso de que estaba buscando hogar me alcanzó: “Hay una perrita
en adopción en una caja, en el Alto Palermo. Todos la aman, la gente para y la
acaricia”.
No sabía en lo que me estaba metiendo. Nunca había tenido a
un perro viviendo en Buenos Aires y mis experiencias de chica no habían sido de
lo más felices.
A los pocos días de tenerla pedí salir antes del trabajo porque
tenía compromisos y ella no podía estar sola durante mucho tiempo. En ese
momento me quejé y mi jefa me dijo al pasar: “Tranquila, que un perro siempre
es una alegría”. Frases livianas en un instante que se vuelven pesadas con el
tiempo. Frase simple y contundente si las hay. Y yo la entendí mucho después.
Es que al principio yo lloraba. Estaba sensible pensando en
cómo ella comía desesperada y sufría cuando yo no estaba por su anterior
abandono. Yo abría la puerta, miraba el desastre de lo que había roto, pero la
prioridad era sentarme y dejarla que me besara toda, a los gritos y llantos, haciéndose
pis encima.
En sus primeras noches Lula lloraba y vencía todos los obstáculos
que le ponía para subirse a la cama. Ella trepaba y yo al bajaba una y otra vez,
hasta que cambió la estrategia: el blanco se atacaba mientras yo dormía. Entonces,
un día de esos desperté boca abajo, con su hocico apoyado sobre mi nuca,
respirando profundamente. Y sí… Ahora duerme a mi lado.
Desprecié a cada una de las personas que la despreció.
Agradecí a todos los que la han acariciado al menos por un instante, en algún
paseo de tarde. Lloré cuando la busqué en el aeroparque luego de un largo viaje
al exterior sin verla. Y descarté invitaciones cuando ella no estaba invitada.
Hoy, recuperada de su hambre y miedos, todo es alegría. Sonrío
sola de pensarme mirando tele y observándola jugar de reojo en su mundo de seres animados (es
que se cree que los juguetes que hacen ruido tienen vida, y yo no le saco la
ilusión).
También sonrío a la mañana cuando se queda mirándome fijo hasta
que yo despierte. Y cuando se me tira encima ni bien me muevo. “¿Y la pelota?”,
le digo. Y ella salta bruscamente a buscarla (táctica fácil para sacarme sus 22
kilos de encima, aunque ella ni sospeche).
Con Lula viajo, me quedo en las playas más solitarias, me
pruebo ropa en un vestidor, juego con mi sobrino, lloro en mis
tristezas y bailo cuando las buenas noticias asoman.
Eso sí que le encanta: basta con poner la música
fuerte para que salga corriendo a agarrar sus chiches y salte a la cama… y dé
vueltas… y se enrosque con las sábanas viejas... y celebre.
Amo cuando se embarra
o me hace fuerza para no bañarse y después, rendida, se deja masajear con la
espuma. Amo cuando me pone la pelota en
las piernas para que juegue. Amo cuando, remolona, se estira toda antes de
levantarse, cuando en la playa me espera en la orilla del mar mientras yo me
baño. Y también cuando la acobijo si está enferma.
No la puedo retar. No me puedo separar. No le puedo decir que
no. Lula me ha manipulado del modo más sutil que alguien puede manipular a otro,
con sobredosis de ternura, besos y graciosa impunidad.
De todo esto sólo tengo un recuerdo feo. Un día la reté muy
fuerte y ella se quedó solita, sentada en su lugar. Al verme ir, se metió abajo
de la cama dejando un charquito de pis, en señal de su susto. Sentí vergüenza, odié esa aversión agresiva de mí misma. Y de a poquito, sin quererlo -manipulada y ciegamente- fui mejorando con su ayuda.
Porque después de 3 años juntas, todo se resume a eso. Lula
Ludovica llegó para hacerme mejor persona, y por semejante tarea yo estaré
eternamente agradecida. Ésa la alegría de la que hablaba mi jefa.
Feliz día a mi chanchita hermosa, a mi pimpolla, a mi
Lulita, a mi puerca orejas de avión.
Feliz día, chinchulina! Te amo infinitamente… Con el cosmos,
las estrellas, el cielo y el universo entero. No te irás nunca. Quedate conmigo. Yo te llevo para que me lleves.
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