No sé cómo se llaman y queriendo hacer memoria para escribir
esta crónica, tampoco recuerdo cuándo me los crucé por primera vez.
Los veo todos los días y a veces son el único saludo que
recibo cuando divago por el barrio a la madrugada, en esas largas noches de
verano sin sueño.
Lo otro que sé es que rápidamente me tendieron la mano, pero
no para ayudarme sino para dejarme ayudarlos. Ese también es un gran gesto de
compasión. El hombre y su perro ya no están abandonados. Se tienen el
uno y el otro. Y ahora los tengo yo también.
“¿Sabés cómo se cura este perro de la dermatitis?”, me dijo
el indigente que duerme en la vereda del frente cuando las luces de la vidriera
de ropa masculina se apagan y queda su cuerpo entresombras pero al descubierto,
para el que sí quiere ver. “Con amor”,
agregó sin dejarme intentar una respuesta médica.
El perro es negro, bastante grande y corrió mejor suerte
cuando el hombre lo sacó de una terraza de la villa, donde lo tenían abandonado
de invierno a verano. Ahora, al perro le quedan esas marcas de guerra en su
piel, algo solucionable y nada grave, como apuntó el diagnóstico del Instituto
Pasteur y de su dueño.
Yo le prometí que le llevaría alimento todas las noches, del
bueno, del mejor, así ese pelo mejora con paciencia y fuerza. “¿Ves? Ahora
tenés una nueva amiga”, me presentó ante el canino.
Hoy fui a dejarle la comida en el bolso que deja abierto, a
su lado, mientras duerme la borrachera. El perro no se mosquea ni para eso. Hace mucho calor, pero duermen juntos, pegados. Y los quiero aún más.
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